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Un lugar al cual volver

  • Writer: SyG
    SyG
  • Apr 23
  • 8 min read

Updated: May 9

Llegó de nuevo el día del idioma y quisiera aprovecharlo para hacer un pequeño homenaje a ellos, los libros, que se han vuelto mis mejores amigos, y es que, aunque trate de hacer un esfuerzo, aun no recuerdo un momento de mi vida en que no hayan estado ahí.



Los recuerdos más antiguos que tengo se remontan a las tardes en casa leyendo y releyendo cartillas para niños. Hay un nombre que siempre viene a mi cabeza cuando pienso en esos tiempos, “Coquito”, no tenía muchas palabras, pero la mezcla de formas, dibujos bien trazados, y colores vivos me entretenía por horas; lo mejor eran las ilustraciones detallistas, las imágenes de comidas que me abrían el apetito y los antojos, que hacían volar mi imaginación y deseos infantiles, me hacían crear imágenes de amigos imaginarios, como podrán sospechar, se me daban mejor que los amigos de verdad. Solía recortar las imágenes de los cuentos y revistas, y llevarlas conmigo a todas partes porque me teletransportaban a universos propios donde me sentía a gusto conmigo misma.


Los dos libros que más recuerdo de mi infancia fueron parte importante de mi formación lectora. Primero, estaba “el duende del carpintero”, un cuento infantil sobre un duende, Pumi,  que de un momento a otro se ve atrapado y adoptado por un carpintero al que le hacía travesuras y maldades, lo más lindo y vivido de esta historia eran las casitas de muñecas que el carpintero le hacia para que jugara, la milimétrica descripción de cada rincón, de cada pequeño cajoncito en el que podía doblar y meter sus pantaloncitos, los empaques plateados y dorados, que contenían tanto el queso, que Pumi tanto odiaba, como el chocolate, con el que se deleitaba hasta el hartazgo . No sé porqué siempre preferí el queso, sentía una fascinación imperiosa por tocar aquel manjar tan deliciosamente descrito.


El segundo describe el maravilloso viaje de Rosendo Bucurú, es el cuento infantil más increíble; Rosendo, un niño con crespos dorados, persiguiendo un sorbo de agua de panela dulce y juguetona como una rana, se sumerge en el universo del agua, donde se encuentra de frente con las maravillas naturales más increíbles, países conformados por peces, bagres y animales acuáticos, animales encerrados en jaulas que buscan rayitos de luz para huir de la contaminación y destrucción causada por el hombre, la selva que, con su cabellera espesa y su inocencia inmensa, cuida de cada ser vivo, un panadero que cocina postres y manjares hechos de  nubes. Rosendo es el viaje por la inocencia, la fantasía y la otredad con ese ser, no humano, que vive, que siente, y cohabita nuestro espacio vital.


Estos dos libros me hicieron sentir parte de universos que existen ahí, en la imaginación más potente y absurda; me hicieron cuestionarme, perder la inocencia, y entrar en un mundo del que no podría salir, la lectura. Después vinieron otros títulos como “hasta el domingo”, sobre la llegada de la menstruación y la tortuosa pubertad a una niña adolescente; mundo azul, mi primera historia de ciencia ficción; y los disparatados, pero alucinantes, cuentos de la selva de Horacio Quiroga.


Cuando tenía 9 años, me hicieron escribir una poesía en el colegio; yo escribí un tratado rimbombante y lleno de cursilerías y metáforas muy tiernas para mi edad. Lo que pasó después fue que la profesora de español se enamoró de mi poema y se puso como objetivo avergonzarme con todo el colegio; no siendo suficiente, habló con mi mamá, quien me avergonzó con todas las demás personas que una niña a mi edad podía conocer. A consecuencia de este capítulo vergonzoso de mi vida, mis padres se convencieron de que podía ser poeta o escritora -spoiler, no era cierto, se me da terrible la poesía, de una manera absurda.


Sin embargo, y volviendo al hilo, mi papá regresó un día de su trabajo y, en un tierno gesto, me regaló un pequeño libro de poemas de Neruda. Yo me enamoré del poema 20 – que sí que ya sé que Neruda tiene fuertes controversias frente a su vida personal, pero no es el tema-. El caso es que “puedo escribir los versos más tristes esta noche” me llevó por las fauces del amor y el desamor, la locura y la desesperanza, enviándome después a la antología de Benedetti, que un día le robé a mi primo Diego, los poemas de los heterónimos de Pessoa en las libretas de mi hermana y mis primas adolescentes, los diálogos románticos y fantasiosos de Sabines, y, en mis épocas más rebeldes de juventud, el nihilismo de Emil. Luego abandoné el ritmo y la lírica, me rebelé a la poesía y la abandoné sutilmente, a excepción de algunas veces que conecto con algún delirio de Wislawa, Pizarnik, Walsh o la rima XLI de Bécquer, un sucinto poema que me remueve hasta los huesos.





Después de la poesía, nació en mi una obsesión diferente, aquellos libros gigantes que parecían contener toda la información del mundo; entre textos colores e imágenes, se alzaban ante mí las enciclopedias, el gusto más nerd que puede haber. En mi casa y la de mi abuelita tenían grandes colecciones de ejemplares polvorientas y amarillentas donde podía buscar cualquier cosa que se me ocurriera; había tomos de historia, de cuentos de fantasía, de geografía, o de ciencias sociales, otros que hablaban sobre arte, cine o filosofía. Cuando era niña me obsesioné con un libro infantil llamado “la biblia de los niños”, cuyas narraciones del antiguo testamento me explotaban la cabeza por su fantasiosa creatividad, y, ahora, de adolescente me obsesionaba con el diccionario de la filosofía.


Y es que hablar de las biblioteca de mi mamá y mi abuelita es hablar de esas dos puertas que siempre estuvieron ahí, alimentando mi curiosidad, haciéndome imaginar las historias que podrían contener muchos de esos libros, aprendiendo que existían desde autores como Kafka, Bocaccio, Eco, Hesse, hasta novelistas de superación personal como Cuauhtémoc y Coelho, que hoy están muy lejos de ser mis favoritos, pero influyeron de forma significativa en mi proceso. Podría decir que hasta el método de control mental de José Silva y el folleto de una revista sobre reiki fueron parte de ese camino, aquello que hoy llamaríamos placeres culposos.


Y así, mientras en el colegio me obligaban a leer textos que me hacían odiar a García Márquez, con sus cien años de soledad -obra con la que me he reconciliado de adulta-, en casa yo me enamoraba de él a través de la desgarradora novela de injusticia y desesperanza de Sierva María de todos los Ángeles, a quien una mordida de perro y la ignorancia humana le costaron el futuro, la cordura y unos cuantos exorcismos; mientras me obligaban a escribir reportes sobre Gabo y una muerte anunciada, yo me enamoraba de sus compendios de cuentos cortos y poco conocidos.


No fue lo mismo con Shakespeare y Homero, de quienes me envolvía su capacidad de imaginar y recrear mundos fantásticos, me hacían soñar con otras vidas y otros planos que me mostraban la imperfección y debilidad de la naturaleza humana, en medio de criaturas míticas y fantásticas. Cuando hacia los trabajos de literatura, me envolvía tanto en mi delirio que dibujaba los trabajos y cuadernos, creaba y me enamoraba cada vez más de los estrambóticos y singulares personajes, siempre que los libros me atraparan en sus redes.

 En ese tiempo, también llegó la filosofía. Erich Fromm, con su miedo a la libertad, me abrió la mente a cuestionarlo todo y a preguntarme sobre todas las verdades incuestionables que rondaban mi cabeza, y eso fue solo el comienzo de un camino que me llevó a Platón, Kant, Sócrates Nietzsche, Savater, y muchos años más tarde a Hegel, al igual que a otros filósofos un poco más contemporáneos. Mi camino por la filosofía no fue muy largo, pero fue suficiente para que, junto con los libros históricos y las novelas periodísticas, me

llevara a generar nuevas conexiones, y ampliaran mi interés por cuestionarme sobre el mundo, mi mente y mi papel en mi propia historia.


Después de eso, he seguido andando por diversos géneros y formas. Me obsesioné con la crónicas vampíricas de Anne Rice, con sus textos que pintan como lienzos diversas ciudades y épocas históricas, y transmiten pasiones obscenas, perversas e histriónicas; y con distintos relatos distópicos que me hielan la sangre y me generan pesadillas estando despierta, imaginándome lo que sería del mundo, si se hicieran realidad – imaginar un mundo donde los libros  son prohibidos como en Fahrenheit 451, una dictadura tan palpable y atemorizante como la de 1984, un mundo tan cercano y destrozado como el de la parábola del sembrador, entre tantos-. Así mismo, me enamoré de las obras teatrales de Bertolt Brecht, críticas mordaces y profundas hacia la guerra, el nacionalismo y el statu quo; conecté con las disparatadas y provocadoras, pero humanas obras de José Saramago, en mi opinión, uno de los escritores más elocuentes, brillantes y seductores del último siglo; soñé con mundos fantásticos como los del señor de los anillos, el hombre en el castillo y mundodisco; y me sumergí en diversas lecturas feministas pasando, entre otras,  por Silvia Federici, Emma Goldman y las voces del Abya Yala.


Este viaje empezó en la puerta al infinito ubicada en la pared de la sala mi mamá, y se paseó por las aulas del colegio, las colecciones de mi abuelita, las bibliotecas públicas y librerías; todos esos lugares mágicos que me llevaron a construir mi habitación propia -perdón, Virginia, por el mal guiño-, una pequeña biblioteca que he construido desde hace un poco más de 10 años. Un universo, nunca suficientemente grande, donde reposan pilas de libros organizados por género y autor, donde viven desde cómics de watchmen o ediciones ilustradas de Alicia en el país de las maravillas, hasta ensayos críticos de Hannah Arendt; muchos de ellos ya leídos y la mayoría aun no. Un recinto en el que, cada vez que voy a empezar una lectura nueva, me siento en un espacio inagotable y amoroso, siempre con la incomodidad porque elegir uno significa postergar todos los demás.


Me encantaría quedarme hablando de mis biblioteca, mi fuga y mi ruptura, la cual presumo cada vez que puedo; solamente, el año pasado me pude topar con varias obras que me volaron la cabeza ; las intermitencias de la muerte, un relato fantástico que empieza como distopía, continua como thriller político y termina como una sutil y exquisita oda al amor; el libro de la risa y el olvido,  lleno de historias eróticas, crudas y estremecedoras de un Milan Kundera brillante, hilarante y abstracto; los versos satánicos, una narración controversial, incorrecta, atrevida, difícil y compleja, llena de mundos entre otros mundos, personajes horrendos, humanos y defectibles, con múltiples tramas místicas y religiosas, enredadas y apasionadas; es tan transgresora que su publicación le costó una fetua  a Salman Rushdie, su autor, y la muerte a algunos de sus traductores y editores.


Este año, por su parte, ha sido el de las mujeres, me han acompañado autoras maravillosas como Catherine Nixey, con su elocuencia herética; Octavia Butler, con su capacidad de generar horror y esperanza a la vez; Susan Sontag, que en un par de páginas te conecta emocionalmente con las situaciones más cotidianas y a la vez absurdas.


Como me he extendido más de lo planeado, esperaría que al menos una persona hubiera llegado hasta aquí, aunque creería que no. Si lo hicieron, les deseo que lean para soñar, para sufrir, para sentir y escapar. Reciban libros, regalen libros, deléitense con su olor o llenen sus memorias electrónicas de nuevos títulos. Una persona que lee, para bien o para mal, nunca estará sola porque siempre tendrá un lugar al cual volver.

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