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Nacer en la guerra




Desde el día en que nacimos, ya éramos mercenarios. Nos criamos en un mar de sangre, caminamos sobre las tumbas, comemos alimentos regados con agua contaminada. En las noticias solo se hablaba de guerra, de pescas milagrosas, de vacunas, desaparecidos y chuzadas, de grupos paramilitares que te decían a qué hora y en dónde debías ir a dormir en el país de la gran libertad y democracia. Hubo puentes caídos, carreteras destrozadas, hidroeléctricas convertidas en cementerios, niños muertos de hambre, bombas explotando al son de la coca, desaparecidos, comunistas, mamertos y desadaptados que yacian en parques desgarrados por los buitres. Pero nosotros éramos "libres", nos hacían creer que lo éramos, aunque se hablaba de la vida como una estadística diaria, un muerto más, un muerto menos. "Si no quiere problemas, calladito se ve más bonito". "Si usted es pobre, es porque quiere". Los jóvenes eran el futuro de la sociedad, pero solo aquellos bien vestidos, bien comidos, "niños de bien" que no cuestionaban nada. Los demás eran cuerpos desechables para la guerra. Un estorbo más con sus canciones de protesta. Las mujeres, botines del conflicto. Si no, "quédese en casa, mamita", "ahí no le pasa nada" y las que aparecían violadas y mutiladas por sus seres de "confianza", "algo hicieron", " uno no se viste así". Ellas, al menos, servían para satisfacer sexualmente a algunos, no como los inhumanos maricas, " de esos ni hablar" " qué mueran todos". Se usaban banderas e himnos, mientras los analfabetas, campesinos e indios caminaban por las carreteras únicamente con su humanidad, y la TV los ocultaba con partidos de fútbol. Pero yo era libre, mientras mis padres tuvieran para darme de comer y enviarme a la universidad a cuotas. Aunque en la puerta de mi casa, paraban intrusos clamando por un pedazo de pan. Tanto dolor y tanta miseria se me fue en contra cuando descubrí las heridas que me ha dejado vivir en un lugar donde la violencia es la palabra común, la noticia, la justificación, el día a día, cuando descubrí el duelo incomprensible en el que vivo a diario. No hay tiempo suficiente para llorar a tantos muertos. No hay racionalidad suficiente para entenderlo todo y, a veces, envidio un poco a aquellos que han decidido negarlo para no enfrentar su ira y culpa por estar vivos en un país de fosas comunes. No tengo salida a tanta destrucción. No sé cómo vamos a recoger nuestros pedazos. No sé cómo lidiar con este dolor colectivo. No sé cómo no volverme un autómata más. ¡Cómo puede ser posible tanta abominación! ¡ No me alcanzará la vida para llorarlos a todos! Y eso que yo, al menos, aún tengo vida.

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